Manuel Augusto García Viñolas
UNA LÍRICA DE LA REALIDAD
No se engañen ustedes. Esta pintura no engaña. Sencillamente juega con la mentira que la propia verdad lleva consigo. Hay en toda la obra de Soler-Miret un juego con la realidad empleando las propias armas que la realidad esgrime, hablando su lenguaje. No es hacerle trampa al ojo que mira, ni gastarle una broma con la mentirosa verdad del "trampantojo" sino solazarse con ella, abrazándose a ella, hasta exprimir en ella misma todo su engañoso proceder.
Esta pintura tenía muy clara su misión. Hablar de cosas bellas con la línea justa, impasible ante cualquier seducción de embriaguez. Y en esto está.
La determinación de los cuerpos que pinta es aséptica, incontaminada, inmóvil en su estática y estética perfección. Pero de esa quietud de la imagen, que no respira para no perturbar su impasible realidad, puede emanar cuando el ala del arte roza su diáfana perplejidad, una luz trascendente. Y esa luz que emana de lo inmóvil, es la que persigue una obra como la de Soler-Miret que va sacando del purgatorio de la vida, donde la realidad hierve y hace cosas perecederas, los temas de sus cuadros, limpios y aislados de contagio. Y así la luz existe, sin necesidad de ver la llama y así el germen de lo inefable nace en la claridad de la perfección y no en la sombra del misterio. Porque no hay sombra en los cuadros de este pintor que dibuja su pintura con ese refinamiento con que la luz mediterránea perfila, sin ofuscación embriagadora, el contorno definidor de las cosas. De ahí provienen su esteticismo estático, la armonía con que procede en sus composiciones y ese deseo de ver la realidad recortada por el dibujo en un estado de pureza formal que convierte a los cuerpos vivos en estatuas de sí mismos para mejor eternizar la imagen. Porque se trata de un arte que aborrece la confusión y que desea hacerse incorruptible deshumanizando a la vida de todo lo que ella tiene de perecedero, pasando al mármol la esencial naturaleza de las cosas. Pero a estos atributos, bien servidos por la pericia del pintor, Soler-Miret aporta una elegancia de composición formal, de bien estar en el espacio que mucho tiene que ver con la arquitectura, un anhelo de mover y conmover la imagen y un asomo de ironía surrealista que pone un acento dionisíaco en el apolíneo rigor de su obra. Por eso el color, que antes tenía en su pintura una cierta somnolencia, despertó a una alegría que nunca se traduce en grito pero que intensifica hoy su gozo de servir a una bella realidad perfectamente dibujada.
Prevalece en su obra la composición, el equilibrio de presencias, la oculta geometría que pone a cada cosa en su sitio y que hace posible la templada convivencia de los objetos sin perturbarse. Hay una clara objetivización de lo visible. El suyo es un realismo decantado de impurezas que permanece ajeno a cualquier alteración que pueda perturbar la serenidad de sus espacios. Y es esta serenidad lo que singulariza a la obra de Soler-Miret y la sitúa en una primera línea del realismo lírico español./
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